Cuando piensas en hacerte voluntario de una ONG, crees que tu ayuda será de gran utilidad para una comunidad, porque seguramente has visto imágenes de África de niños desnutridos, campos arrasados por la sequía o guerras interminables que dejan destrucción y horror. Quieres dar algo de ti mismo para hacer más llevadera la existencia de esas personas. Sin embargo, pocas veces pensamos que ellos también pueden darnos algo a cambio. Por supuesto no será algo material (¿por qué siempre pensamos en cosas materiales?), pero puede que sea algo mucho más valioso…la alegría de vivir.

Cuando viajé con mis hijos a Tanzania, ellos tenían 7 y 9 años. Uno de los alojamientos donde nos quedamos estaba junto a la playa. Salíamos a la puerta y paseábamos o nos relajábamos en la arena, y siempre había niños jugando. Con su inocencia, su curiosidad innata y su espontaneidad, tardaron muy poco en acercarse a nosotros y  empezar a jugar con mis hijos. Corrían, saltaban, chapoteaban en el agua o cogían cangrejos. Con sus ropas gastadas, llenas de agujeros, y descalzos, jamás les vi llorar o quejarse. Uno de ellos le tiró a otro una piedra a la cabeza. El chico estuvo disgustado unos minutos, se rascó, y al momento, se incorporó al juego con los demás.

Doy gracias de que esto no le pasara a ninguno de los míos, porque hubiera supuesto un verdadero drama, tanto para ellos como para nosotros: lloriqueos interminables, enfados, los padres haciendo de jueces para que los protagonistas se reconciliaran bajo nuestra atenta mirada, y por supuesto, buscar un centro médico de urgencias, donde hubiéramos exigido una radiografía para descartar traumatismos graves y donde nos hubieran recomendado reposo durante 24 horas, pastillas calmantes para el dolor y un vendaje frío para rebajar la hinchazón.

Este año he vuelto a revivir algo parecido en Kenia, donde un grupo de niños jugaban en el cauce de un arroyo, sucios, malvestidos, despeinados… pero llenos de vitalidad y alegría.

Tras su viaje a Angola con Mundo Orenda, en marzo pasado, Desirée no paró de enseñarme fotos y más fotos, vídeos y más vídeos de su estancia en Camizungo. Las fotos y los vídeos volvían a evidenciar lo que yo ya había vivido en Tanzania. Tras un chaparrón, se formaron charcos en el poblado y los niños encontraron un motivo más de juego: correr a toda velocidad y tirarse en los charcos para deslizarse sobre el agua, o simplemente salpicar a tus amigos o chapotear en los charcos (¿os acordáis de pequeños la atracción brutal que suponía pasar al lado de un charco? Te llama poderosamente para que vayas a romper el espejo del agua, y qué sensación cuando saltas sobre él y el agua salpica por todas partes.

Patio de la escuela de Camizungo

Ahora, en mi papel de padre responsable, no dejo que mis hijos retocen en un charco, porque supone en mi ordenada vida que tengo que volver a casa corriendo, quitarles toda la ropa, ducharlos de arriba abajo ¿estaban sucios?, y ponerles ropa limpia, y seguramente volver a salir corriendo para llevarlos a que jueguen, esta vez de manera ordenada, en sus entrenamientos de fútbol, baloncesto o natación (ahí van a volver a mojarse y a ducharse de nuevo, pero esta vez es lo correcto).

En nuestras sociedades occidentales trabajamos muy duro para acumular bienes y más bienes, y cuando la publicidad nos convence de que esos bienes no son suficientes o han pasado de moda, trabajamos más duro para comprar más bienes y tirar a la basura los que tenemos, aunque estén en perfecto uso.

Y nuestros hijos reproducen los mismos comportamientos. No debería estar permitido que un niño de 5 años esté enfadado porque no ha llegado el paquete de Amazon que pidió hace días, o que tras una discusión con un amigo llegue a casa y se encierre en su cuarto, con depresión y ansiedad (¡cuando yo era pequeño, esas palabras no existían!).

En África, los niños pueden volver a enseñarnos la alegría de vivir, que no es poco.

Escrito por Manuel Barrera, colaborador Mundo Orenda